25 de noviembre de 2012

EL ETERNO AMIGO



“¿Puedo hacer algo antes de que me arrepienta?”, preguntó presurosa pero segura de lo que haría; era noche y el micro en el que regresábamos del colegio estaba por llegar a la terminal La Paz, allí tomaríamos  distintos rumbos. Ella abordaría el metro y yo un pesero.

Claro  –respondí tras pensarlo brevemente. Esperaba la terrible frase que más de una mujer me había dicho.

“Pero cierra los ojos”, agregó nerviosa y yo sabía que al abrirlos de nuevo ya no estaría frente a mí –tampoco hubiera sido la primera vez que me ocurriera–.

La unidad se detuvo. Suspiré triste. Un escalofrío abrazó de pronto mi cuerpo y mi corazón se aceleró como loco al tiempo que mis ojos se salían de su orbitas.

Unos labios súper suaves, tibios y húmedos tocaban los míos. ¡Dios mío, me está besando. Me está besando Dios mío! En ese instante no sólo dejé  de ser el eterno amigo, recibí el mejor, el más divino beso de toda mi vida y no exagero si les digo que hasta Dios moría de envidia.